La noche suspiraba calma. Los
grillos mancillaban el silencio. Las estrellas se incendiaban a kilómetros de
distancia. Todo estaba sereno hasta que una explosión se escuchó en la lejanía
y sólo tú fuiste capaz de escucharlo.
-No de nuevo… - susurraste para
ti, acomodando tus cabellos castaños y levantándote con dificultad de tu cama
para apoyarte en la ventana del cuarto que compartías con tu amada.
Ya vas a empezar con tus
locuras, – se quejó tu esposa, sosteniendo su melena roja al incorporarse para verte
- ¿cuándo terminará tu obsesión?
No podías responder porque tus
ojos grises y vacíos miraban con envidia el brillo de la ventana.
-Van a venir por mí.-
contestaste al fin.
-¡Nadie vendrá! Todo lo que
crees es fantasía.
-¡Van a venir! Lucía, ¡vámonos de
aquí!
Con cara enrojecida atravesaste
la habitación hasta llegar a ella y apretaste su mano.
-¡Párate de una buena vez! ¡Son
ellos! Esas pobres mujeres… Esos hombres… ¡Levántate, carajo!
No mediste tu fuerza y al
jalarla la tiraste de la cama. Ella intentó sostenerse, pero no lo consiguió,
golpeando su cabeza en el filo de su tocador. Se quejó cuando sus rodillas
crujieron en el suelo y la sangre comenzó a mezclarse con sus lágrimas. Tú
permanecías ensimismado y habrías permanecido así de no ser por aquella palabra
que ya no sabías que existía.
-Amor.
Entonces viste a la persona a la
que habías jurado proteger de todo y todos, incluso de ti mismo. Lo que viste
hizo que tus ojos se dilataran. Una anciana ocupaba el lugar de tu amada. El
cabello que antes era pelirrojo como su personalidad, se había tornado cenizo.
La pálida y arrugada cara que veías hacía resaltar el líquido rojo que adornaba
su cráneo. Estuviste a punto de gritar, empujado por el pánico… hasta que te
miraste en el espejo. Cuando te diste cuenta de que el color de tus ojos
combinaba con todo tu cuerpo, todo se aclaró en tu mente. Recordaste la guerra
en la que habías participado, recordaste todos los besos que la muerte había
depositado en tus manos, recordaste no ser capaz de rescatar ninguna memoria
acerca de tu esposa además de su boda y la cálida despedida que te dio antes de
partir a tu condena.
-Amor… Te juro que lo he
intentado, pero de seguir así nos terminarás matando a ambos junto con todo el
tiempo que hemos perdido.
Gritabas por dentro mientras
mordías tus labios. Te percataste de todos los moretones que tu amada Lucía
tenía en los brazos y de todo el dolor que cargaba en las manchas que
ensombrecían sus ojos.
-Lamento haber desperdiciado mi
vida a tu lado, esperando.
Ella se levantó sollozando y te
tomó de la mano, guiándote a la cama y tú cerraste los ojos esperando despertar
de ese tormento, esperando que todo fuera una mentira. Poco a poco te calmaste
y conciliaste el sueño, lejos de tu realidad donde podías ser feliz al fin.
Abriste los ojos y no
reconociste tu habitación.
Todo lo que te rodeaba era
blanco, tan ausente de vida como lo eras tú. No comprendías lo que sucedía y
clavando tu mirada en el techo, imaginaste el rostro de tu esposa cuando te
dijo “sí, acepto”. ¿Dónde estaba tu esposa? ¿Dónde estabas tú? ¿Dónde había
quedado el supuesto poder del amor? De
lo único de lo que estabas seguro era de cuáles serían las últimas palabras que
tu boca liberara.
-Lucía, te amo.
Así fue como te resignaste a
perderla. Dejaste ir por completo a tu razón.